OUTRAGE 3: El hieratismo como transgresión
¿Alguna vez os habéis preguntado por qué el cine de Takeshi Kitano es tan… peculiar? El director y actor nos ha sorprendido desde los albores de su carrera con un estilo visual e interpretativo inconfundible, representante de toda una forma de hacer cine entre los creadores de su país. Ahora, con el estreno de Outrage 3 en proyección bajo demanda, os proponemos un diálogo entre el Beat Takeshi (actor) y el Takeshi Kitano (director) en relación con otros grandes nombres a lo largo de toda la historia del cine. Al fin y al cabo, nadie es impermeable en lo que llamamos “cine de autor”.
La primera vez que Kitano se puso detrás de las cámaras, se encontró con un grave problema: el público ya lo había encumbrado como uno de los máximos exponentes del estilo de comedia Manzai, que practicaba con mucho éxito como integrante del dúo Beat. Este tipo de espectáculo humorístico venía caracterizado por la rápida concatenación de gags verbales entre un tipo serio y su compañero, más abiertamente cómico. Habiendo de dirigir y protagonizar una película violenta y tremendamente ácida, lejos de la comicidad amable a la que estaban acostumbrados sus espectadores, Kitano apostó por separarse de todas las formas posibles del abarrotado estado mental generado por el ritmo de este estilo de stand-up. Su estrategia: vaciar la puesta en escena de todo elemento superfluo para quitar, ante súbitos estallidos de violencia, la inevitable sonrisa de la boca de sus espectadores. Es así como la sustracción se convertiría, desde aquella Violent Cop (1989), en el centro de su visión sobre la puesta en escena, desde entonces y hasta el día de hoy[1]. Ahora, con la que parece ser una de sus últimas películas en camino, revisitamos la visión sustractiva del Kitano actor con un propósito en mente, que no es otro que el de averiguar cuáles han sido sus grandes predecesoras y cómo han influido en su tan distintivo acting. La limitación del texto a la interpretación se debe a motivos de espacio, pero también encontraréis mucha menos información en internet sobre este aspecto que sobre su puesta en escena en general.

El motivo principal alrededor del cual orbita la presencia del actor en sus propios films es el del hieratismo absoluto. El cuerpo de Beat Takeshi se mantiene frío como un cadáver incluso en las situaciones más extremas, desde trágicos momentos de comunión al estilo del final de Hana-bi (1997) hasta en masacres dentales sin piedad, como la que perpetra en Outrage (2010). Solo ese tic facial, causado por un grave accidente de moto hace ya muchos años, demuestra que, detrás de ese rostro impertérrito, hay un ser humano hecho de la misma carne que nosotros, espectadores. La tez de Takeshi, con sus surcos, inevitables en alguien que ya cuenta con 71 años a sus espaldas, podría ser de madera. Poco más demuestran sus ojos, pequeños y frecuentemente escondidos detrás de opacas gafas de sol, que suelen denotar incredulidad, más que nada y ante todo. Incredulidad, como curiosidad ante el peligro, porque el Kitano director y el Takeshi actor siempre se han sabido algo fuera de su tiempo. Un poco al estilo imperturbable del teatro de marionetas bunraku (¿recordáis ese maravilloso Dolls, en 2002?). Con máscaras cubriendo el rostro de sus protagonistas, estos se reducen a cuerpos colgantes con tanta personalidad como los escasos rasgos tipificados que las máscaras representan: jefes yakuza, policías corruptos. En el cine de Kitano, estos cargos, tan relacionados por el imaginario colectivo occidental con el movimiento constante (persecuciones, trepidantes tiroteos y luchas cuerpo a cuerpo), no hacen sino tenerse en pie, impertérritos ante su inminente muerte. Los tiroteos kitanianos, destaca Jordi Costa en un excelente dosier para la revista Nosferatu, son lo más próximo a la antiética y, digo yo, casi parecerían cercanos a la gestualidad del teatro noh, estático, lento, absurdamente graves. Solo los seres despreciables como Ishihara tienen movilidad en sus films, quedando relegados al más absoluto patetismo en sus igual de inevitables finales. Ya que hay que morir, mejor hacerlo con la compostura de un samurái.

Pero Takeshi, en sus interpretaciones, va algo más allá de encarnar unos ideales atemporales y definitivamente caducos. Si así fuera, no habría espacio para ninguna suerte de empatía en sus películas. En este sentido, podemos conectar su figura a la de otro gran actor, que redefinió su propio género contradiciendo la misma esencia en la que se fundamentaba. Hablamos del payaso triste, Buster Keaton: un fatalista que no solicitaba compasión alguna, ni de su público ni de sus compañeros de pantalla. Un personaje que, aunque eventualmente consiguiese lo que quería, nunca se permitía una sonrisa. Igual que Keaton, o Tati, definieron que la comedia no tenía que maniatarse a la gestualidad típicamente clown para generar la risotada, Kitano director entiende que la cercanía del público puede ganarse sin necesidad alguna de mostrar físicamente el pathos por el que transita su protagonista. La temporalidad secuencias, que dialogan entre el inteligente montaje entre el indomable plano general y los austeros primeros planos, resultan en un estado de ánimo resignado, pasivo, definitivamente crepuscular. Se trata, como en las películas de Keaton, de construir un mundo desencajado, que funciona por leyes propias y donde los personajes, más que movilizar el relato, se ven empujados por un mood entre la agitación y una calma violenta.

Así es que los caracteres, Takeshi incluido, se convierten en simples modelos al servicio de un retrato cínico y desesperanzado de la realidad. Esta noción de funcionalidad ante la imagen y, en última instancia, de falsedad ligada al actor, nos remite a otro gran dramaturgo amante del hieratismo. Robert Bresson, el más incomprendido y encumbrado de los autores de la modernidad, creador del concepto de cinematógrafo, puede parecerse bastante más al Kitano director de lo que las apariencias nos dejan ver. En sus cintas, y lo expresamos en sus propias palabras, “no hay actores ni papeles, solamente modelos sacados de la vida misma”. Bresson trabajó toda su vida con actores no-profesionales; para él, la esencia detrás de los personajes en pantalla no partía del repertorio de emociones que un intérprete pudiese brindarle, sino más bien el contrario. Para llegar al corazón de la realidad, el cineasta buscaba separar papel de actor, desnudar a la persona detrás del rol para descubrir en ella algo más interesante que lo que estaba escrito en su guion. El rostro de Takeshi, mil veces visto como protagonista de sus películas, funciona de forma similar: cuando vemos a Otomo en Outrage, identificamos claramente que se trata de la estrella de cine japonés de 71 años, que sale en la televisión y que escribe novelas entre rodajes. Por ello, en lugar de entregarse a una interpretación anegada por un sufrimiento que en el fondo sabemos falso, el actor decide minimizar su expresividad para dejar emerger una verdad que de otra forma permanecería oculta[2].

No podemos cerrar este texto sin hacer mención a otra figura clave de la impasividad interpretativa. “Sergio Leone dijo una vez que Clint Eastwood tenía dos registros de interpretación: a) con sombrero, y b) sin sombrero”, explica Jordi Costa. Con Takeshi actor pasa un poco lo mismo y, de hecho, en Occidente sus primeras películas se publicitaron por doquier como la respuesta oriental a sus películas. Eastwood es quizás el referente más cercano a los gánsteres de las películas del japonés: frío, estático, intruso en tiempos de cambio y impertérrito ante los súbitos estallidos de violencia. La gran diferencia entre ambos: uno es un cowboy, el otro un yakuza. Esta semejanza, sin embargo, tiene sus raíces en el país del sol naciente: al fin y al cabo, el protagonista de La muerte tenía un precio (Sergio Leone, 1965) mimetiza su interpretación con aquella de Toshiro Mifune en la muy aclamada Yojimbo, de Akira Kurosawa, estrenada solo cuatro años antes. De alguna forma, preguntarse qué fue antes, si el huevo o la gallina, siempre ha sido algo futil.
Además, aunque podamos establecer un diálogo entre formas muy diferentes de hacer cine, lo de Kitano es insólito. Y evoluciona, claro; este texto es superficial, porque pretende ser transversal. Un estudio a fondo nos enseñaría que toda visión cinematográfica es única e irrepetible, permeable a la vez que encerrada en sí misma. Como Kitano, y como el cine japonés, en definitiva. Si queréis comprobarlo, o matizar nuestras referencias, id a ver Outrage 3 en salas, este jueves 30 de mayo. ¡Os esperamos!
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[1] En sus inicios, Kitano sustrajo y sustrajo, y llegó a subvertir algunos de los rasgos formales que habían constreñido el género de la yakuza eiga hasta su llegada. Esta transgresión, de un ímpetu casi adolescente, podría ser resultado directo de su nula formación académica previa a su debut, que dirigió casi por accidente, cuando Kinji Fukasaku abandonó el proyecto.
[2] Hay algunas semejanzas más con Bresson en lo que a puesta en escena se refiere, como la importancia del detalle sobre el conjunto y las ráfagas elípticas de violencia, pero eso lo podemos dejar para más adelante.