«Ninguna influencia ha contribuido más precozmente a mi formación intelectual y moral que la de la civilización japonesa». Eso fue lo que escribió Claude Lévi-Strauss en el prólogo a la edición nipona de su ensayo Tristes tropiques, cuya salida al mercado coincidió con su primer viaje al País del Sol Naciente en 1977.
Desde hace más de 150 años y hasta hoy mismo, Japón no ha cesado de suscitar en los occidentales que lo han visitado extrañeza al principio y admiración después. Para todos ellos, su paisaje, su cultura y sus manifestaciones artísticas se han convertido en un inabarcable mosaico de imágenes a cuál más singular e incomparable.
La arquitectura, los jardines, el teatro, el ikebana, los bonsáis, la ceremonia de té y cualquier tipo de artesanía, desde la laca a la cerámica, desde los textiles a la forja, y por supuesto la pintura, la caligrafía e incluso la literatura son en Japón reinos de lo visual. Su archipiélago es un paraíso visual, un mundo caleidoscópico en el que se fusionan el entorno natural y el creado por sus habitantes.
Quizás por eso, incluso hoy, en un planeta que parece no tener ya rincones sin explorar, el País del sol Naciente sigue primero sorprendiendo y luego fascinando a los viajeros que aterrizan en sus aeropuertos; las mismas sensaciones que experimentaron aquellos occidentales que arribaron a sus costas a mediados del siglo XVI.
La historia se repite y, en pleno tercer milenio, las artes japonesas más populares, como el cine, el manga o el anime, todas ellas con un fuerte contenido visual, cautivan a un buen número de jóvenes occidentales, igual que los primeros grabados ukiyo-e llegados a Europa y América en el último cuarto del siglo XIX fascinaron a los pintores de la época.